Historias de calles desiertas: "Los cangrejos al mar"

Columnas 19 de junio de 2020 Por Ezequiel Yebara
En la costa oeste de Escocia hay un pequeño pueblo pesquero que se llama Oban. Es considerado, además de la capital de la comida marina del país, la “Puerta a las Islas”.
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Los cangrejos al mar Ilustración: @juanyebara

Las islas son Iona, Mull y Staffa. Un archipiélago que cuenta con un asombroso paisaje, fauna variada y, entre otras cosas, con la Abadía de Iona. La abadía se construyó alrededor del año 600 y fue fundamental para la expansión del cristianismo en la zona. Su emplazamiento estratégico y algún otro factor que ningún historiador ha podido explicar aún, han hecho de la Abadía de Iona un lugar muy importante en la historia escocesa.

Para llegar a la Isla de Staffa hay que atravesar la Isla de Mull por una ruta de una sola mano en la que, en caso de querer adelantarse, dos autos podrán hacerlo en pequeños espacios que aparecen cada tanto en el camino. Sorprende que no ocurra un accidente detrás de otro, pero esto no sucede por dos motivos. Primero, el orden es una de las características del lugar, todos saben y respetan lo que deben hacer en cada situación en la que se cruzan con otro vehículo. Segundo, es más probable encontrarse con una oveja en el medio del camino que con otro auto. Además de una gran cantidad de ovejas, durante los casi cuarenta y cinco minutos de viaje, también se ven águilas. Son pequeñas manchas negras que giran en círculos alrededor de las montañas que conviven con las nubes de la Isla de Mull.

Desde el puerto de Mull se puede conectar con Iona o visitar Staffa. Para llegar a Staffa el tiempo de navegación es de unos veinte minutos donde uno puede verse sorprendido por la presencia de lobos marinos, ballenas o delfines.

Vista desde lejos la isla parece un barco encallado. De ese punto en adelante solo hay océano. Un horizonte que se mueve y a la vez está quieto. Es como si ese terreno le pusiera fin al mundo.

Al llegar se cuenta sobre el posible origen del nombre. Uno es una traducción que viene del gaélico escocés en el cual significa estaca mientras que el otro refiere a que Staffa fue un gigante que quiso invadir la zona, no lo logró y la isla son sus restos. Cada cual elige con qué explicación quedarse.

El impactante paisaje de sus senderos y acantilados no es lo único que hay, sino que allí también se encuentra la cueva de Fingal. La formación rocosa tiene columnas que parecen construidas por un arquitecto. Adentro el agua es turquesa y se mece de un lado al otro como si se quisiera amigar con el entorno. Afuera el viento azota con violencia pero dentro de la cueva se transforma en una brisa o simplemente en un sonido lejano, como un recuerdo que aparece de pronto y elegimos posponer para más adelante. El ruido es hueco, el aire tibio y si en algún lugar del mundo el tiempo se detiene probablemente sea ahí dentro.

Al regresar al puerto de la Isla de Mull en el muelle aparecen unos trabajadores. Son cuatro, vestidos con pilotos amarillos manchados por la humedad y el barro, aunque el agua ya no los moje.

Uno es joven e inexperto, se le nota en la tensión de las manos cuando las mueve. Copia los movimientos del que tiene en frente que probablemente se encuentre cerca del retiro, o tal vez no. ¿Hay un punto final para los hombres del mar? El más experimentado tiene la piel arrugada y una barba a medio salir donde las canas se mezclan con los pelos negros. Sus ojos están cansados. Inundados. De los otros dos no se puede determinar la edad (en realidad, de ninguno de los cuatro) pero son adultos, no muy mayores, que saben lo que hacen.

Los pescadores se paran alrededor de dos cajones blancos de plástico llenos de cangrejos vivos que se encuentran arriba de una mesa. En un cajón vacían los crustáceos que uno de ellos trae del barco y empiezan a seleccionar el material con la destreza con la que un músico afina su instrumento. No se sabe en qué se fijan, para el ojo del viajero todos son igual de impresionantes y sus tenazas igual de peligrosas.

Los hombres de los pilotos amarillos no sienten dolor. Cuando un cangrejo no sirve es lanzado hacia el agua a través de un movimiento ágil y veloz. Si se lo considera bueno lo separan en el otro cajón. Se apilan y los ojos, aquellos pequeños puntos negros en los caparazones enrojecidos, tratan de reconocer qué hay en ese mundo que se encuentra fuera del agua.

Los hombres mueven sus manos al compás de las olas. Las meten entre las patas de los cangrejos que intentan defenderse de ser seleccionados por los ojos experimentados de los pescadores, que miran pero no ven, porque en realidad tienen la mirada en la cueva que queda a solo unos minutos de donde estamos.

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