Otra modesta proposición

Columnas 05 de enero de 2023 Por Luis E. Sabini Fernández
Tomar seriamente el derrame, la invasión mundial, la simbiosis creciente de materiales plásticos con la naturaleza parecería fuera de lugar, dado que los promotores, organizadores y usufructuarios de ese peculiar maridaje no se consideran ni siquiera responsables y convocan, en cambio, a “una cumbre mundial” sobre contaminación por plástico, y estamos precisamente en el momento –noviembre-diciembre 2022− para que a su vez el “Comité Intergubernamental de Negociación [CIN] comience a elaborar “un tratado sobre el plástico”.
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Comience, eso sí, “con amplia participación”. Estos personajes, tan preocupados por el ambiente, han elegido reunirse sacrificadamente en el verano, en Puntal del Este.

¡ Q l p !

Sería más el llamado del deber y la responsabilidad que el problema en sí, por cuanto “los datos sobre micro y nanoplásticos en el ambiente son limitados”. Y suponemos que semejante limitación no les permite un abordaje más cabal.

La institucionalidad democrática no tiembla ante el embate plástico. Con presteza (o tal vez con demora, pero apenas de unas cuantas décadas) se ha constituido con bombos y platillos la IPEN, una red internacional para eliminar contaminantes, integrada, nos cuentan, “por más de 600 ONG de interés público en más de 120 países, en su mayoría naciones de ingresos bajos y medios. Su origen y denominación, claro, está en inglés: IPEN es la abreviatura de International Pollutans Elimination Network. 

Que dicha red se implante en países pobres y medianamente pobres, como explicitan, revela el enorme interés de estas organizaciones sin fines de lucro, faltaba más, en ayudarnos.

Leyendo atentamente todas  sus consideraciones se explicitan dichos afanes, sólo comparables a los de evitar toda complicación a la industria petroquímica y las megacorporaciones del ramo.

Los plásticos fueron un hallazgo de la industria química del s. XIX. En Alemania. A comienzos del s. XX se descubren los termoplásticos; un nuevo peldaño de industrialización que acaba con la rigidez inicial del material plástico mediante la introducción de ablandadores.

Muy pronto, investigaciones revelaron que los ablandadores facilitaban el traslado de partículas plásticas a, por ejemplo, las bocas de los bebés. 

No eran sólo los ablandadores los que eran fácilmente engullidos sin darse cuenta; los colorantes también. Los espadines plásticos para el copetín, presentados desde mediados del s XX en llamativos colores permitían a quienes gozaban del “copetín” incorporar, literalmente, un poco de colorantes a su boca y digestivamente hablando, a todo su cuerpo.

Junto con la contaminación del material plástico fueron viniendo las advertencias. Por eso es risueño leer los papers del CIN: ”Si bien los datos sobre micro- y nanoplásticos en el ambiente son limitados debido a las complicaciones analíticas y técnicas para extraerlos, caracterizarlos […]”… ahora en 2022  o 2023, nos quieren hacer  creer que son pioneros; ‘conocemos el fenómeno aunque es tan arduo conocerlo’ . Una extraordinaria forma de autobombo y autodisculpa que muestra únicamente la impudicia de estos personajes.

Hay que ver toda la red, telaraña que órganos asesores, oenegés, consejos de las más diversas procedencias, han ido configurando  y superponiéndose para atender la toxicidad de los plásticos. Todos como preparándose, circunvalando la cuestión, aproximándose tentativamente, generando expectativas, creando conciencia en los ámbitos educacionales, sanitarios, políticos. Eso sí, sin mencionar siquiera a la industria petroquímica y el comercio en plásticos que ha sido una fuente inagotable de ganancia para los propietarios y gerenciadores de las empresas productoras de materiales plásticos, con los que han invadido, literalmente, el planeta.

El negocio a lo largo de todo el s. XX les ha resultado redondo, aunque en sus últimas décadas se viera el aumento del costo de la materia prima base; el petróleo (OPEP, 1973).

Las plastificadoras se proveían de la materia prima más barata del planeta; petróleo extraído de Nigeria, Perú, península arábiga, Venezuela, Angola, Gabón, Libia, Argelia, Ecuador, Chile, etcétera, con mano de obra esclava o semiesclava, y jamás haciéndose cargo de los desastres físicos y ambientales que iban sembrando a su paso, como el estropicio de grandes zonas de selva o de espléndida naturaleza en Ecuador, en Nigeria o Perú (se estima, empero, que el mayor daño a la naturaleza ha sido en el Golfo de México, en territorio y mar costero estadounidense). El tendal de muertos de este episodio muestra el abismo que separa al centro planetario de la periferia. EE.UU. sufrió 11 muertes por dicho accidente; producido en algún país del Tercer o Cuarto Mundo, siendo menores los desastres, han dado lugar a miles de muertos. 

Y lo más perverso de la situación es que esas muertes no vienen sólo a través de grandes accidentes, naufragios, incendios, sino, sobre todo, por el daño que la extracción y sus oleoductos normalmente provocan en el territorio del país que cede ese petróleo; los ogoni, por ejemplo, en Nigeria, han perdido casi toda su agricultura y ganadería, milenarias, consideradas hasta 1900 de las más valiosas, por su calidad, porque el avasallamiento de las empresas petrolíferas, el apuro y el descuido en la extracción, el desprecio hacia lo local, ha envenenado buena parte de su territorio; su lógica resistencia fue reprimida por el gobierno al servicio de los capitales transnacionales, con penas de muerte a los ogoni. La metamorfosis del estado nigeriano en estado policial es elocuente. Como expresara Alfonso Masoliver en artículo reciente: “En el lado sur del mundo se derrama sangre para que el petróleo llegue a tiempo a las refinadoras.” 

El mundo empresario entrevió entonces, con un material tan “barato”, sus enormes potencialidades; su “plasticidad” omnipresente.

Por cierto, algunos investigadores en pleno siglo XX empezaron a advertir los peligros de la contaminación. Pero eso no iba a arredrar a los inversionistas. Así como se decidió envenenar los campos para aumentar la rentabilidad, se decidió envenenar los cuerpos para exactamente cumplir el mismo objetivo. Al efecto, se hicieron los cálculos de costos para dar apariencia de objetividad a la política económica emprendida. Para explicar que una botella de plástico era mucho más barata que una de vidrio, porque pesaba menos en los fletes, se rompía menos, y costaba menos su materia prima, se externalizaron algunos costos: el de la contaminación generalizada, el sanitario al enfermar a seres vivos (humanos, animales, incluidos las adoradísimas pet ) con ingestión de partículas tóxicas, y el pago insuficiente, de hambre, de apenas supervivencia de quienes habitaban antes los campos ahora petrolíferos y con el juego perverso típico del capital: otorgar buenos dineros a la mano de obra de las plantas de extracción, de las plataformas. La población “invadida”, en cambio, va a ir percibiendo pérdida de calidad de vida y de salud, sin duda vinculada con el cambio más o menos brusco del estado material de la región.  

Lo que acabo de reseñar no suele ser de aparición inmediata, como acaece cuando se produce un envenenamiento accidental o mediante adulteraciones, como los históricos del propóleos en Argentina, del aceite de colza en España o del de mostaza en la India con sus decenas o muchos centenares de decesos. 

El plástico hecho polvo, erosionado, lo que ahora se menciona tan a menudo, microplásticos, no mata, generalmente, en 24 horas. Un cáncer puede demorar décadas en constituirse. El mundo empresario, y hasta el mundo médico puede ignorarlo durante largo tiempo. Y no aplicar un peso a su detección o tratamiento, entretanto. 

Si hay voluntad de ceguera, la contaminación difiere los costos (aunque luego se hagan mucho más pesados). 

A principios de los ’80, investigadores alemanes analizaron “Cesión de dietilhexilftalato  [plastificante con el que se logra un PVC maleable] tras 7 días de almacenamiento a 40° centígrados. Repare el lector: 40° es apenas una temperatura “de verano rioplatense”. La migración que encontraron es significativa: sal común  21,4 ppm [partes por millón]; mostaza, 96,8 ppm; lentejas, 73,6 ppm; pasas, 150,6 ppm; leche en polvo, 222,2 ppm; polvo de flan, 225,8.”

En 1996, John Peterson Myers, Theo Colborn y Dianne Dumanoski, tres biólogos estadounidenses, resumen sus investigaciones en Our Stolen Future  acerca de cómo, por ejemplo, el policarbonato −tenido entre los plásticos de mejor calidad, al punto que se construye con él biberones y recipientes de plástico de agua potable− presenta fugas; migraciones hacia el contenido de dichos envases.

Y nuestros biólogos comprueban algo más: el daño de las migraciones aumenta en proporción geométrica e inversa con la edad del afectado. Es decir, los bebés reciben un daño miles, millones de veces más grave que un niño, ni que decir que un adulto.

Cánceres provocados en la juventud pueden tardar décadas en ir constituyéndose y alterar (incluso matar) el cuerpo anfitrión; provocados en los primeros meses o años de vida, se desatarán con su carga letal en muchísimo menos tiempo.

Ésa es la razón por la cual, la medicina oficial hace unas décadas pensaba  los cánceres  como una “enfermedad degenerativa de la vejez”, y ha tenido que reformular sus dictámenes, ante la aparición de cánceres en jóvenes e incluso niños.

Pero ¿qué podemos esperar de estos paniaguados pagados por la ONU, la OMS, el Big Pharma, que para acercarse a la cuestión de la peligrosidad de los productos plásticos, empiezan hablándonos de “desarrollar un acuerdo internacional jurídicamente vinculante basado en un enfoque integral que aborde el ciclo de vida [sic] completo del plástico.”? 

Hasta el nombre del organismo ad hoc creado desde las cumbres burocráticas para atender esta cuestión, de la toxicidad del plástico, el CIN −Comité Intergubernamental de Negociación− nos da la pauta del trapicheo con que encaran la cuestión. La toxicidad sembrada por la petroquímica en el planeta es tan inconmensurable, tan expandida, ha penetrado tantos estratos de nuestros suelos, nuestras aguas, nuestros cuerpos, que no debería haber negociación para detener semejante tratamiento (aunque sí para extirparlos).

La sarta de afirmaciones que invierten la relación entre verdad y falsedad, entre precaución y atropello crematístico se repiten página tras página, párrafo tras párrafo.

“[…] la Resolución 5/14, titulada ‘Fin de la contaminación por plásticos: hacia un instrumento internacional jurídicamente vinculante’, adoptada por la Asamblea de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEA), el pasado 2 de marzo de 2022.”  ¡Afortunadamente se nos informa del fin de dicha contaminación! Eureka! 

“La comunidad internacional ha reconocido que existe una amplia gama de enfoques, alternativas […] y  nuevas tecnologías, para abordar el ciclo de vida [sic] completo del plástico y prevenir y mitigar sus efectos adversos en todas las dimensiones del desarrollo […]” (ibíd.).

“Es un honor que la primera instancia de negociación en la materia se realice en nuestro país, como reconocimiento de las políticas ambientales que Uruguay viene implementando, especialmente en el tema residuos desde una perspectiva general, y en plásticos en forma particular; pero también como una oportunidad para facilitar la creación de capacidades, la transferencia de tecnologías […].”

Un comentario ante el autobombo acerca de nuestro país: se habla de reconocimiento de las políticas ambientales del Uruguay. 

¿A qué se refiere? ¿A haber sido el último o penúltimo de los países americanos (y no sólo americanos) en abandonar las bolsas de plástico para todo uso? 

¿En no contar con ningún sistema de recuperación de restos orgánicos (para compostar), a no emprender la producción de biomasa con ramajes de centros poblados pequeños, como Piriápolis o Atlántida?

¿En haberse conformado  y hasta ufanarse por haber instalado primorosos contenedorcitos en las calles de las ciudades para recoger restos indiferenciados que acumulan insensata y criminalmente los restos en vaciaderos municipales, pese a los esfuerzos de hurgadores por recuperar, siquiera mínimamente, tanto desperdicio material acumulado e indiferenciado?

¡Los hurgadores no pueden procesar lo que la población omite!

¿En haber dejado fundir hasta la última fábrica de vidrio, consiguiendo el triste premio de ser un país que ha perdido la fabricación (milenaria) del vidrio, invadido de envases plásticos?

¿Se refieren nuestros autoelogiadores al hecho de haber perdido la red ferroviaria, ambientalmente menos nociva (y, de paso, menos matadora) que la automotriz?

¿En haber tolerado la contaminación de buena parte de nuestra valiosísimas aguas, las que nos permitían tener buen ganado, buenos arrozales, buenos frutales, buena agua potable,  acatando las voces “técnicas” de las transnacionales agroindustriales que contaminaron todos nuestros suelos con agrotóxicos,  enfermado a la población rural (incluida la niñez de escuelas rurales), y provocado la presencia de cianobacterias en casi todos nuestros espejos de agua?

Perder la calidad del agua, quedarnos sin producción de vidrio, haber perdido la red ferroviaria, se podría entender como derrotas, al menos transitorias. Pero vanagloriarse de ello, alegando “reconocimiento” a nuestras “políticas ambientales” parece ya casi desfachatez,  soberbia (¿o mera política de imagen, como aquello del “Uruguay país natural”?).

 “Los bebés nacen ya pre-contaminados”. Una muestra del lenguaje “objetivo” de estas redes burocráticas; la aseveración con verbos conjugados en indicativo nos podría hacer creer que siempre ha sido así. Que, normalmente, los bebés nacerían contaminados, o pre-contaminados. Pero esto hay que situarlo históricamente: los bebés nacen hoy en día, con el descontrol brutal del uso y destino de los plásticos, sí, contaminados. No sólo porque los biberones son de plástico, por ejemplo, sino porque la leche materna tiene ya microplásticos.

Por eso, no se entiende que pretende decir este material cuando habla de “lucha mundial contra la contaminación por plásticos”.

Como IPEN es apenas un taparrabos para sortear dificultades con la brutal contaminación terráquea con materiales plásticos, que están en suelas de mucho calzado, en el césped sintético de muchas canchas de fútbol, en multitud de envases contaminando sus contenidos (apenas a 40 grados),  en los plastificados de pisos que uno va usando y gastando y por lo tanto alojando sus partículas en el aire que respiramos, IPEN ni sueña con suprimir los utensilios y dispositivos dañosos, al menos, en una primera etapa, los más dañosos. Ni se le ocurre.

Por el contrario, legitima un porvenir con más plástico mediante el recurso de la presunta objetividad, al nivel intelectual de “es lo que hay varón”. Su boletín Proteger la salud humana y el medio ambiente contra las sustancias tóxicas estima: “que la producción de plástico va a aumentar en un 400 % para el año 2059, mientras que el mercado de aditivos plásticos se expandirá de manera similar en el mismo período.” (ibíd.)

Observe el paciente lector que a IPEN no se le mueve un pelo. No existe el menor atisbo de plantearse enfrentar ese tipo de producción; al contrario anuncia ¿auspicia? su quintuplicación en el mundo.

No existe ni la menor indicación que esta contaminación, esta metástasis de los tejidos plásticos, nos enferma y hay que rehuirla, evitarla, combatirla, buscar alternativas.

¿Para qué? se preguntarán, si sirvió y cubrió  la rentabilidad empresaria del ramo?

¿Que aumentan los cánceres, las alergias, las dolencias articulares, el alzheimer, la infertilidad, las enfermedades llamadas nerviosas?

¿Por qué atribuir esas dolencias a contaminación con micropartículas plásticas? Porque se han hecho investigaciones, como las que hemos reseñado, como para seguir ignorando todo lo que le está pasando al planeta, a la vida, incluida la nuestra, para seguir “como si tal cosa”.

IPEN prosigue su batalla escamoteando la realidad: “Para desarrollar un tratado […] que tenga éxito el CIN debe garantizar que la participación sea abierta, incluyente y transparente.” (ibíd.) ¡Que emocionante lección de democracia nos brinda!  Solo que las megacorporaciones fabricantes de plásticos no figuran en tan democrática convocatoria. ¿Será porque si algo no han tenido en momento alguno estas corporaciones ha sido democracia? Nos invaden con plásticos sin pedir permiso. En todo caso, sobornándonos con comodidades, pero sin contarnos del precio de dicha comodidad.

IPEN prosigue su retahíla: “[…] reconocer la importancia de la participación en persona de las organizaciones de interés público.” Contrasta este piadoso pasaje, tan atento a la participación personal, con la falta radical de persona alguna de organizaciones de interés privado, es decir del universo empresario. Suena a escarnio su exhortación de “seguir trabajando conjuntamente” (ibíd.).

Hay un pasaje de aparente sinceramiento: “Los controles internacionales existentes para el plástico y sus desechos bajo los convenios de Estocolmo y Basilea son importantes pero no suficientes.”  Expurgado de la fineza diplomática quiere decir que han sido inoperantes. Aprobados con anuencia de las cámara empresariales del ramo, que no se sienten afectadas por tan endebles controles.

Y como todo ha sido un escándalo desde las décadas del ’20 y ’30 del s, XX  hasta la fecha, y particularmente desde fines de los ‘40, cuando desde EE.UU. se descarga el aluvión de termoplásticos, con las alteraciones cada vez más visibles, el IPEN propone “una desintoxicación completa de los materiales plásticos”… “para 2030”.

Es fácil prometer hacia lo futuro. Nadie puede probar que no será, ni que sí.

Leamos lo que dicen estos “presuntos bienhechores” sobre los trabajadores y pobladores que están sufriendo desde hace casi un siglo la invasión de contaminantes: ”deben de dejar sufrir los impactos tóxicos de la producción, el uso, el transporte y la eliminación de los plásticos en particular, debido a su contenido químico” [sic]. Diría el pajuerano; -¡No, si vua’ser por su contenido alimentario!

IPEN enumera algunos “debe ser”. Por ejemplo, reducir [sic otra vez] contaminantes “con base en el principio precautorio”. 

Ese principio fue invocado en las últimas décadas por muchísimas redes ecologistas para impedir la expansión de la maraña de miles de sustancias químicas, naturales y sintéticas, que la petroquímica y los laboratorios (de biowarfare, por ejemplo), más la agroindustria estaban implantando y desparramando por nuestros suelos, aguas y aire. Invocar ahora el principio de precaución ante “la leche derramada” suena penoso, extemporáneo  y oportunista, estimados cultores del progreso irrestricto y la crematística pura y dura.

Ante la conciencia creciente del daño generado por los plásticos en el planeta, solo podemos verificar que el principio precautorio ha sido reiteradamente escarnecido, siempre al servicio de los intereses empresarios, empeñados en maximizar sus dividendos, incluso a costa de la salud (ajena) y de (todo) nuestro hábitat. 

La burocracia internacional con su frondoso cuadro de oenegés (corruptas o no) no está para “salvarnos”, como proclaman; están para salvar al plástico, procurando reducir sus efectos devastadores. Tenemos así dos tipos de “enemigos”: los productores directos del daño (que parecen guiarse por el No limits) y los elencos políticos que procuran casar Eros  y Tánatos.

Por eso todo se complejiza; y uno no puede menos que recordar aquel ruego: “líbrame dios de mis amigos, que de mis enemigos me libro solo”. 

Nuestro problema sería, apenas, encontrar algún dios al que dirigirnos con ese reclamo.

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