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En América Latina, el crecimiento económico ha sido históricamente presentado como la panacea para los males sociales de la región. Los indicadores macroeconómicos, como el PIB, la inversión extranjera y las exportaciones, suelen ser utilizados por gobiernos y organismos internacionales para medir el "progreso".
Opinión04/12/2024 Darío León MendiondoSin embargo, detrás de las cifras positivas, emerge una paradoja que no podemos ignorar: mientras la economía crece, la desigualdad persiste, y en muchos casos, se profundiza.
La región ha experimentado periodos de bonanza económica, impulsados por el auge de los precios de las materias primas, la liberalización comercial y la llegada de capital extranjero. Pero este crecimiento no se ha traducido automáticamente en una mejora significativa para las mayorías, es decir los sectores populares.
Un ejemplo claro es el sector extractivista, que ha sido un motor clave del crecimiento económico en varios países. La exportación de recursos como petróleo, gas, minerales y soja genera ingresos multimillonarios, pero ¿a dónde va ese dinero? Una parte se queda en manos de las grandes multinacionales, otra se destina al pago de deudas externas, y el resto, en muchos casos, termina en bolsillos privados de élites políticas y económicas locales.
Las comunidades que habitan en las zonas de explotación rara vez son beneficiadas. Por el contrario, enfrentan desplazamientos, contaminación ambiental y pérdida de sus medios de vida tradicionales. En lugar de desarrollo, encuentran devastación.
Otro aspecto de esta paradoja es la naturaleza de los empleos generados por el crecimiento económico. Aunque se presentan cifras alentadoras de reducción del desempleo, la calidad de los trabajos creados deja mucho que desear. Gran parte de ellos son precarios, mal remunerados y carentes de seguridad social.
El sector informal sigue representando una proporción alarmante del empleo en América Latina. Esto significa que, aunque haya más personas trabajando, muchas lo hacen en condiciones que perpetúan la pobreza y la inseguridad económica.
El crecimiento económico también suele ir acompañado de un aumento en el consumo, que es celebrado como un signo de progreso. Sin embargo, gran parte de ese consumo está financiado por el endeudamiento. Las familias de clase media y baja acceden a bienes y servicios mediante créditos con altas tasas de interés, lo que las deja atrapadas en una espiral de deuda que con el tiempo se hace insostenible
Además, el consumo masivo no es sinónimo de bienestar. Mientras las élites disfrutan de bienes de lujo, millones luchan por cubrir necesidades básicas como vivienda, educación y salud.
El modelo de crecimiento económico predominante en América Latina tiende a concentrar los beneficios en una pequeña élite. Grandes corporaciones, tanto locales como extranjeras, son las principales ganadoras, aprovechando políticas fiscales favorables y regímenes laborales flexibles.
Al mismo tiempo, los Estados, con frecuencia debilitados por políticas neoliberales, carecen de los recursos o la voluntad política para redistribuir la riqueza de manera equitativa. En lugar de utilizar los ingresos generados por el crecimiento para financiar servicios públicos de calidad, muchos gobiernos priorizan el pago de la deuda externa o mantienen privilegios fiscales para las élites.
Es hora de repensar qué significa realmente el progreso en América Latina. Un crecimiento económico que no aborda las raíces de la desigualdad no puede considerarse verdadero desarrollo. Necesitamos modelos que prioricen la redistribución de la riqueza, el fortalecimiento de los derechos laborales y la protección del medio ambiente.
Un primer paso sería implementar políticas fiscales más justas, que graven de manera adecuada a las grandes fortunas y empresas. Los recursos recaudados deberían destinarse a educación, salud, vivienda y programas de inclusión social que beneficien a los sectores más vulnerables de la población.
Además, es fundamental invertir en sectores que generen empleo de calidad y respeten los derechos de los trabajadores, como la economía verde y la industria del conocimiento.
El éxito económico no puede medirse únicamente por el crecimiento del PIB o el volumen de exportaciones. Debe evaluarse por su capacidad para mejorar la vida de las personas, reducir la desigualdad y garantizar un futuro sostenible.
En América Latina, el desafío no es solo crecer, sino crecer con equidad. Y para lograrlo, necesitamos un cambio profundo en nuestras prioridades y modelos económicos. Porque en un continente tan rico en recursos y talento, no es aceptable que los beneficios del progreso sigan siendo privilegio de unos pocos.
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