Desaparecieron la Navidad

Columnas 06 de diciembre de 2023 Por Oscar Lopez Goldaracena
Diego tenía ocho años. Vivía en Florida. Como sus padres viajaban y trabajaban en el campo, fue criado por el Tata y Maruja, unos vecinos de puerta, que eran su familia. Las hijas del Tata y Maruja eran sus “hermanas”: Marianella, la menor y María Antonia, la mayor, recién casada con Mario y recibida de médica. Cuando el golpe de Estado, María Antonia y su esposo se fueron a vivir a Buenos Aires.
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Era el año 1976, un 23 de diciembre, casi Navidad. Diego, Marianella, el Tata y Maruja irían a Buenos Aires a visitar a María Antonia y a Mario y pasar las fiestas con ellos. Viajaron en ómnibus de Florida a Montevideo, y luego de Montevideo a Colonia. Estaban muy contentos. Además, para Diego iba a ser su primera vez en un avión.


Volaron desde Colonia hasta Buenos Aires. En Aeroparque los iban a esperar Antonia y Mario.


Diego no se despegaba de la ventanilla. Todo lo quería ver. Era muy emocionante. El Tata llevaba consigo el regalo de Navidad para María Antonia: una tabla de cocina, de madera, artesanal, preciosa. La tenía envuelta en papel de regalo y como no entraba en la valija la llevaba sobre las rodillas. Estaba contento porque iban a pasar todos juntos, en familia, la nochebuena y la Navidad. Cada tanto sonreía y le guiñaba un ojo a Maruja, golpeando los dedos sobre la tabla, suavecito, a ritmo de tambor.


Descendieron del avión, hicieron los trámites para ingresar a Argentina, recogieron el equipaje y salieron a la sala grande el aeropuerto. Nadie los estaba esperando.


—No los veo… –comentó el Tata, mirando para todos lados–. Deben de haberse demorado. 


Dejaron todas las valijas juntas, en el piso, mientras miraban para aquí y para allá, buscando encontrar a María Antonia o a Mario entre la gente que iba y venía. El Tata seguía sosteniendo el regalo bajo al brazo. Resolvieron esperar. En aquella época no había celulares y la casa donde vivía María Antonia tampoco tenía teléfono. Maruja y el Tata se sentaron al lado del equipaje. Diego y Marianella caminaban de la mano, se paraban, miraban para todos lados, volvían a donde estaban el Tata y Maruja, se sentaban, se paraban de vuelta, caminaban otro poquito.

Diego no entendía por qué tardaban tanto. María Antonia y Mario no llegaban. 


Esperaron horas hasta que se hizo de noche. Estaban muy cansados y nerviosos. María Antonia y Mario no llegaron.


Levantaron las valijas y salieron del aeropuerto. En la puerta, sobre la avenida, había una fila de taxis. Tomaron uno y le indicaron al taxista la dirección de María Antonia. 

El Tata seguía con el regalo bajo el brazo. El papel ya estaba todo arrugado. Durante el trayecto hasta la casa nadie habló. Diego iba contra la ventanilla. Estaba en Buenos Aires, pero no como había soñado. Tenía hambre y estaba sudado por el calor y la humedad.


María Antonia vivía en un edificio de apartamentos, en un piso alto. Tocaron timbre una y otra vez, pero nadie les abrió. Subieron hasta el último piso donde vivía el portero, que estaba muy asustado. Temblando, les contó que en la madrugada anterior llegaron al edificio militares y policías armados a guerra. Entraron en el apartamento de María Antonia y se la llevaron a ella y a Mario. Cuando se fueron le dejaron la llave. 


El portero no paraba de hablar mientras bajaban por el ascensor hacia al apartamento de María Antonia. El Tata entró con el portero mientras los demás se quedaron en el pasillo. Diego miraba de costado asomando su cabecita contra el marco de la puerta. 


Estaba todo dado vuelta, como si hubieran entrado ladrones. Veía sillas tiradas, una con la pata rota. Había ropa y libros, todo desordenado, en el piso. Diego estaba muy, pero muy asustado. Maruja lloraba abrazada a Marianella. Diego corrió hasta donde estaba el Tata. Le habían robado a su hermana y lloró. ¿Por qué se iban a llevar a María Antonia? Ella era doctora, curaba a los enfermos, ayudaba a su familia. Diego no entendía. No se quedaron mucho en el apartamento. Se fueron enseguida a un hotel para dejar las valijas y luego salieron a recorrer comisarías, toda la noche. 


Cuando la familia llegó a la seccional de la policía del barrio, Diego subió primero los escalones, pero el guardia sacó la pistola y le apuntó. “¿Qué quieren? ¡No pueden entrar!” Diego se quedó petrificado. El Tata trató de explicar que se habían llevado a su hija, que la estaban buscando, que eran extranjeros. Los echaron de malos modos, amenazándolos para “que no siguieran molestando”. En todos los lugares donde fueron esa noche les contestaron lo mismo. “Acá no están. No sabemos nada. Váyanse y dejen de preguntar”.


Regresaron al hotel, descansaron un ratito y luego salieron otra vez a buscar. El Tata caminó todo Buenos Aires. Habló con abogados y presentó escritos denunciando el secuestro en los juzgados. Denunció en comisarías, recorrió hospitales y se quejó en las embajadas. Nada. Trató de ubicar a amigos o conocidos de María Antonia, uruguayos que también vivían en Buenos Aires. Se enteraron entonces de que la cosa era más grave y más extendida de lo que pensaban. La misma noche en que secuestraron a María Antonia y a Mario, más o menos a la misma hora, en distintos barrios de Buenos Aires la dictadura secuestró a una cantidad de familias uruguayas. Entre ellas había mujeres que estaban embarazas, en algún caso a punto de parir.


Nadie daba explicaciones. Nadie sabía nada de los uruguayos secuestrados. Los habían desaparecido a todos. Diego recuerda dolor. Se habían robado a su hermana. No hubo nochebuena, ni Navidad, ni regalos, ni arbolito con luces, ni brindis. Ahí seguía la tabla de madera, preciosa, envuelta para regalo. 


También desaparecieron a la Navidad. Tata se murió sin saber de su hija. Hay sobrevivientes que estuvieron junto con los uruguayos secuestrados, en una cárcel secreta, donde los torturaban mucho. Dicen que los interrogaban militares uruguayos que viajaban todas las semanas a Buenos Aires; dicen testigos que María Antonia intentó reanimar a Mario, desmayado, luego de un interrogatorio bajo torturas, pero que no pudo y que Mario murió, asesinado. Nunca nadie reconoció nada, ni dio ninguna explicación. Siguen desaparecidos. 


En la ciudad de Florida, Maruja y Marianella conservan una tabla para cocina, de madera, artesanal, preciosa. Ahora está envuelta con los recuerdos del Tata. Esperando. Para cuando la Navidad deje de estar desaparecida.

Nota: Extracto del libro del autor El derecho y el revés, Letraeñe Ediciones, Montevideo, 2008.

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