La ética de las bombas
Más que un científico genial y una influyente personalidad del siglo XX, Edward Teller es una metáfora de los Estados Unidos. A veces amigo leal, a veces enemigo feroz, y tan idealista e ingenuo como pragmático e intrigante, de la lectura de sus Memoirs emerge una colosal masa de datos que permitirán entender un poco mejor la conexión de la ciencia y la tecnología con el poder.
Nacido en Hungría en 1908 y educado en Alemania, Teller llegó a los EEUU en 1935. Con la sólida formación de un físico teórico, trabajó incansablemente en armamento nuclear durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Sus aportes instrumentales para el desarrollo de la bomba de hidrógeno todavía se consideran decisivos. Si Teller hubiera descubierto vacunas o conceptos científicos teóricos, sería más fácil hablar de él y a él le hubiera sido más fácil escribir estas memorias.
Pero lo real es que toda su vida estuvo envuelto en alguna controversia. Una, fue bastante notoria y estuvo vinculada a fines del siglo XX a los megasistemas de defensa. Otra, se suscitó una y otra vez y refería a una de sus tesis más polémicas (y hoy más en boga que nunca): para los EEUU no hay mejor defensa que prepararse mejor que los demás para un buen ataque.
Físico, estratega, profesor
La crítica juzga estas nuevas memorias de Teller mucho más comprensivas que las contenidas en El Legado de Hiroshima (1962). Pero se advierte también que algunos de los relatos se contradicen directamente con lo registrado por otras personas, están adornados o sesgados. La lectura de grandes libros como The Making of the Atomic Bomb y Dark Sun de Richard Rhodes y Teller’s War de William Broad, y una gran cantidad de documentos que han salido a la luz pública, hacen posible establecer un juicio más atinado acerca del Edward Teller real. Algunos críticos, como Alan Lightman —en The New York Review of Books, “Megaton Man”—, coinciden en observar que después de filtrar las numerosas inconsistencias y contradicciones se llega a la conclusión de que existen dos Edward Teller.
El primero cálido, vulnerable, honestamente conflictivo, idealista, y el segundo maníaco, peligroso y extraviado. Lo curioso es que, al igual que el Dr. Jekyll, el profesor Teller es consciente de su lado más oscuro. De hecho, ese autoconocimiento, visible en las Memoirs, supera sus elucubraciones y su autocomplacencia, y es registrado por Edward Teller con angustia, dándole proporciones verdaderamente trágicas.
La infancia de Edward Teller puede proporcionar algunas pistas para comprender, aunque no justificar, muchas de sus actitudes. Sus dificultades para relacionarse con los compañeros de clase —solía ser objeto de burlas en la secundaria—, y su condición de judío, son algunos de los factores que empezaron a tejer tempranamente una compleja personalidad. Pero no fueron los únicos.
La primera vez que los comunistas controlaron Hungría, —bajo la dictadura de Béla Kun en 1919—, el padre de Teller fue considerado un capitalista y la familia llegó a ser proscrita socialmente. Más adelante, el stalinismo pasaría a ser su enemigo principal cuando un amigo físico, de origen ruso, cayó preso del régimen y salió un año más tarde en condiciones deplorables. Tarde o temprano el joven Teller encontraría una pasión que exorcizaría muchas frustraciones, o contribuiría a generar otras nuevas: la ciencia.
Esa pasión lo acercaría a personajes como Werner Heisenberg, verdadera leyenda de la física contemporánea, que sería su profesor y amigo a partir del viaje de Teller a Leipzig en 1929. Cuando Heisenberg fue acusado de intentar construir una bomba atómica para los nazis, Teller clamó por su inocencia. La vocación científica de Teller también lo aproximó a Niels Bohr, otro de los científicos más grandes del siglo XX, y creador del modelo de átomo que lleva su nombre.
Un gran mojón en su vida lo marca la llegada en 1935 a los Estados Unidos. Allí pasaría el resto de su vida y sería reconocido como una personalidad descollante en muchos campos. Tal como sentenció William Buckley, “Edward Teller, el físico, es conocido por su reputación; Teller, el estratega, por aquellos que permanecieron atentos a la Guerra Fría; el Profesor Teller, por una generación que aprendió de él”. El mismo comentarista concluye a partir de la lectura de las Memoirs que “ahora conocemos a Ed Teller, y disfrutamos con su compañía”. Pero ese juicio dista de ser unánime.
Acusador de Oppenheimer
Un primer costado de la compleja personalidad de Edward Teller es su empecinamiento por embarcarse en un forcejeo principista contra enemigos —presuntos o reales—y contra “las fuerzas del mal”. Mientras trabajaba en Los Alamos, en la bomba atómica que luego se lanzaría en Hiroshima, el conflictivo científico siguió sus propios proyectos en lugar de los asignados a su equipo. Sus posturas solían diferir de las sostenidas por la mayoría, por su profundo temor hacia la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y por su convicción dogmática —especialmente desde la Segunda Guerra Mundial—, en consolidar la superioridad militar norteamericana.
Otro esquema que Teller repetiría a lo largo de su vida en su relación con la gente era complicar las cosas, desconfiando o acusando a quienes lo rodeaban. Eso ocurrió, por ejemplo, con Robert Oppenheimer y Hans Bethe, ambos colegas eminentes de Los Alamos. Después de la guerra, cuando Oppenheimer, Bethe, y muchos otros físicos regresaron a la enseñanza universitaria y al trabajo propio de los tiempos de paz, Teller era una voz solitaria que pretendía continuar con las investigaciones sobre la bomba de hidrógeno. Hacia cualquier lugar donde Teller mirara, le parecía encontrar enemigos y sospechas.
En plena era McCarthy, el frágil eslabón entre Teller y sus colegas se rompió por su impopular testimonio contra Robert Oppenheimer durante una audiencia en 1954, declaraciones que privaron a Oppenheimer de sus garantías civiles y que excomulgaron a Teller de la mayoría de la comunidad científica.
Después de una entrevista con un periodista de la revista Life, realizada en el lugar donde se hospedaba junto a otros científicos, un colega se niega a extenderle la mano: “Entonces comprendí que mi vida tal como la había conocido había terminado. Tomé a Mici [la esposa] por el brazo, y regresamos a nuestra habitación arriba. Nuestro último exilio había comenzado”. Exagerado o no en ese papel de víctima, cabe recordar que en dos ocasiones anteriores Teller había sido conducido al destierro: de Hungría a principios de 1926, por los comunistas, y de Alemania en 1933, por los nazis.
En otro de sus perspicaces comentarios sobre las Memoirs, Alan Lightman recuerda que de los grandes físicos pioneros de la moderna física del átomo, apenas iniciado el siglo XXI sólo quedaban tres: Edward Teller (1908 -2003), Hans Bethe (1906-2005), y John Wheeler (1911-2008). Ya no están Ernest Rutherford, James Chadwick, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Lise Meitner, Otto Hahn, Eugenio Wigner, Enrico Fermi, y muchos otros.
Según Lightman “Teller es igualado apenas por un manojo de científicos del siglo XX: Albert Einstein, Linus Pauling, y James Watson entre ellos (...) Fue uno de los creadores de la nueva física cuántica, arquitecto principal de la bomba de hidrógeno, fundador y firme guía del gigante laboratorio de armamentos Livermore, abogado apasionado del poderío nuclear y de la defensa antimisiles, docente y disertante cautivante, pianista aficionado y ejecutante de Beethoven y Bach, y un estudioso de Platón”.
Es que Edward Teller era un hombre de admirables realizaciones técnicas, por cierto, pero de opciones políticas muy discutibles.
Fisica y bombas
En los años 30 del siglo XX, Teller podía ser incluido en el pequeño y privilegiado grupo de los aproximadamente cien físicos teóricos en el mundo que se encontraban familiarizados con los recovecos de la nueva física atómica. Tarde o temprano esos conocimientos conducirían a revolucionar la fabricación de armamentos, siempre que se encontraran científicos dispuestos a tales planes. La llegada de Hitler al poder aceleraría las cosas.
La idea que permite construir una bomba nuclear es relativamente simple (o presentable de modo simplificado). La energía generada por la explosión de una bomba atómica se obtiene por una fisión nuclear, mientras que en una bomba de hidrógeno el estallido se basa en la fusión nuclear, en la que varios átomos se unen para dar otros más pesados. La diferencia parece ser de una sola letra, la “u” por la “i”, pero involucra algo más profundo, y un proceso teórico-práctico que llevó muchos años de experimentación.
Poco después de que Hitler invadiera Austria, los alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann encontraron pruebas de que el núcleo del uranio podría ser partido en dos, o “fisionado”, por el impacto de un neutrón diminuto, liberando durante el proceso en forma brusca diez millones de veces más energía por gramo de material que cualquier otra reacción química.
Por su parte, Leo Szilárd, otro físico húngaro e íntimo amigo de Teller, sugirió que si la fisión de un núcleo del uranio libera varios neutrones libres además de las dos mitades grandes de la fisión, entonces cada de uno de estos neutrones nuevos podían fisionar otro núcleo cercano de uranio, y así sucesivamente, poniendo en movimiento una explosiva “reacción en cadena”. El propio Szilárd empezó un experimento para investigarlo. Un mes después Teller recibió una llamada telefónica de larga distancia de Szilárd, para comunicarle sus avances. A partir de entonces Teller sospechó que el curso de la historia podía cambiar de manera radical.
Antes de que los alemanes ganaran la delantera, Teller y otros investigadores solicitaron integrar un grupo de físicos prominentes en un comité presidencial asesor, que debía explorar la viabilidad de una bomba basada en los sugerentes hallazgos conseguidos hasta ese momento.
Hacia 1940, Enrico Fermi le preguntó a Teller si el extremo calor de una bomba atómica no podía provocar la fusión conjunta de átomos de hidrógeno, liberando otra nueva fuente de energía. Los científicos ya sabían que los átomos de hidrógeno en el sol se fusionan juntos lentamente y generan helio. Esta reacción lenta y firme, denominada reacción termonuclear, provee la energía del sol y de muchas otras estrellas.
Las Memoirs abundan en detalles técnicos para los interesados en el tema, pero lo sustancial es que Teller llegó a obsesionarse con el planteo de Fermi, de que no hace falta ninguna masa crítica específica para que estalle una bomba de hidrógeno. A diferencia de una bomba atómica, la bomba de hidrógeno se puede construir sin limitación alguna de tamaño. Por ejemplo, los soviéticos explotaron en cierta ocasión una bomba “H” equivalente a 100 millones de toneladas de TNT, o 100 megatones. Además, una bomba “H” no sólo era más poderosa que una bomba “A”, sino también más barata de fabricar.
Genocidios y paranoia
En la primavera de 1943, cuando fue creado el laboratorio secreto de Los Alamos y se nombró a Robert Oppenheimer como director, el propio Teller esperaba ser designado a la cabeza de la división teórica, con treinta físicos notables. Pero Oppenheimer designó en cambio a Hans Bethe.
Aunque Teller hizo varias sugerencias importantes acerca de la bomba de fisión, se negó a ayudar con cálculos detallados cuando Bethe se los solicitó. Por iniciativa propia, se relevó formalmente de responsabilidades más amplias. Lo que a él le interesaba era continuar con su bomba de hidrógeno.
Después del fin de la guerra, Leo Szilárd y otros principales científicos atómicos, ya no estaban interesados en continuar trabajando en armamentos y creían haber cumplido con sus deberes “patrióticos”. Notables como Fermi y Bohr también argumentaban que solamente la política y la negociación internacional podrían oponerse al peligro de los armamentos nucleares.
Unos años más tarde, Oppenheimer expresó su oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno de Teller en un informe de la AEC, la poderosa Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos:
“Basamos nuestra recomendación en la creencia de que los peligros extremos para la humanidad inherentes en la propuesta exceden totalmente cualquier ventaja militar que podría surgir de este desarrollo. Una bomba excelente puede llegar a ser un arma de genocidio”.
Ante la falta de apoyo, la frustración de Teller fue enorme.
Entre 1946 y 1951, el científico se embarcó en una cruzada personal por la superbomba, en un momento en que muchos físicos dudaban de que fuese teóricamente posible. Profundamente suspicaz por el “pacifismo” de Oppenheimer, Teller buscó alianzas con varias poderosas figuras políticas y científicas.
En ésta y otras cruzadas posteriores, Teller se mostró excesivamente confiado, y a veces dual. Por ejemplo, en 1950 el matemático polaco y físico Stanislaus Ulam expresó sus reservas sobre el plan inicial de Teller, pero un año después, lograron formular un nuevo concepto que habían desarrollado juntos, pese a su desconfianza mutua.
La posteridad ha revelado el papel fundamental de Ulam en el desarrollo de la bomba “H”, pero Teller siempre lo desdeñó e incluso se juzgó incomprendido por su colega. Como suele ocurrir a menudo, bajo esta actitud seguramente se encuentra una mezcla de emociones, celos y ambiciones, en este caso generadas por la paternidad de una solución científica y tecnológica. Muy pronto, alimentado por su propia paranoia, Teller fundaría un segundo laboratorio de armamentos, alternativo al de Los Alamos, que fue establecido en Livermore, California, en 1952. Contó con el apoyo de la AEC.
Con los amigos todo bien
Pese a todas sus jugadas políticas, las páginas destinadas a ilustrar el comportamiento de Teller con sus amigos son tan humanas, por decirlo con suavidad, que parecen referidas a otra persona. Para comenzar, la cálida dedicatoria de las Memoirs menciona expresamente los nombres de cuatro húngaro-americanos: Theodore von Kárman, Leo Szilárd, Eugene Wigner y John von Neumann. Todos tenían en común, junto al propio Teller, haber emigrado a los EEUU en el período en que el fascismo incrementaba su poder en Europa. Todos ellos, además, desempeñaron un papel relevante en los desarrollos tecnológicos del siglo XX. “En broma, les llamaban los marcianos”, recuerda Teller.
La importancia que tuvieron los amigos en su vida impone recordar también destacadas figuras de la física y la matemática —aludidas con reiteración en las Memoirs—, como Enrico Fermi, Ernest Lawrence, John Wheeler y Maria Meyer. La prueba de fuego de la amistad sustentable consistió en que después del affair Oppenheimer todas esas personas permanecieron leales a Teller (que eso fuera un acierto es otro asunto). Cuando a Enrico Fermi se le diagnosticó un cáncer terminal, Teller viajó a Chicago de inmediato para verlo. La descripción que hace de su amigo enfermo revela a un Teller afectuoso, casi irreconocible, que define como valores inestimables la generosidad, el corazón abierto, el buen humor, y la adecuada percepción de las necesidades de los demás.
Si se dejan a un lado las Memoirs, cabe preguntarse si sus antiguos o sus nuevos camaradas realmente compartían las posturas de Edward en la década de los 80, cuando lleno de honores académicos y retirado del laboratorio Livermore, se vió envuelto en la última y mayor controversia de su vida: la Strategic Defense Initiative (SDI), conocida en los medios internacionales de prensa como la Guerra de las Galaxias.
En 1983, Reagan abrazó esta iniciativa para la defensa estratégica con el compromiso de invertir en ella miles de millones de dólares, pese a que investigadores independientes formularon muchas objeciones desde el punto de vista técnico contra la utilización de rayos láser que derribarían los proyectiles entrantes.
Es claramente visible en esta iniciativa la tesis de Teller de asegurar la paz desarrollando mejores armas —y para colmo poniéndolas en manos de sectores propensos a ver enemigos por todas partes—. Por su parte, el ya citado Alan Lightman ha formulado argumentos bastante propicios a Teller y sus simpatizantes:
“Pueden mejorarse mucho las garantías, a costos manejables, con una fuerza más pequeña, la suficiente para enfrentar peligros concebibles, reguladas bajo acuerdos de control de armamentos. La mayor parte de los pocos acuerdos de armamentos que EEUU firmó con la ex-Unión Soviética resultaron exitosos”.
En cuanto a la oposición inflexible de Teller a los acuerdos de limitación de armamentos a pesar de los cambios geopolíticos, es legítimo sospechar que apuntaban no meramente a establecer una fuerza militar “suficiente” sino a la violenta supremacía mundial de su país.
Concluye el crítico, en un pasaje algo más compartible: “Semejante dominación global quizás protegería militarmente a los EEUU, pero excluiría a los estadounidenses del resto de los ciudadanos del mundo. También excluiría la cooperación concreta y la comprensión de otras naciones y culturas. De modo paradojal, aumentaría realmente la probabilidad de ataques similares a los ocurridos el 11 de setiembre de 2001”.
No juzgarlo en bloque
Una de las primeras conclusiones de esta larga lectura es que el desarrollo real de la ciencia y la tecnología se encuentra vinculado siempre a intereses muy terrenales, y dista años luz de las edulcoradas versiones que dan los manuales sobre el proceder de las comunidades científicas. Salvando las distancias, algunos recordarán el libro La doble hélice de James Watson y sus relatos sobre la “cocina” de un descubrimiento científico como la estructura del ADN, con un registro minucioso de la pugna constante entre los intereses personales de cada uno de los investigadores.
En el caso de las Memoirs, el lector promedio se sentirá irritado en algunas páginas y lleno de respeto en otras. Como ejemplo de motivo de irritación es la tendencia de Teller a formular comentarios manipulativos con apariencia de objetividad. Con ese talante relativiza las causas del cáncer (pág. 442), con el propósito evidente de justificar la generalización del uso de la energía nuclear, afirmando que no estaría probado que pequeñas dosis de radiación provoquen a la larga enfermedades o alteraciones genéticas, que serían muchos los factores a evaluar, que los investigadores no habrían llegado a ningún consenso definitivo en estas cuestiones, etcétera.
Luego, vuelve a maniobrar en favor de sus preferencias tecnológicas, minimizando las muertes causadas por fallas en plantas nucleares (suena algo aberrante pero así argumentaba Edward Teller):
“El número total de muertes resultantes del accidente de Chernobyl es similar al número de vidas perdidas en la caída de un gran jet de aerolíneas” (pág. 563).
Pero por otra parte, en el epílogo, sus comentarios sobre el mundo contemporáneo alcanzan momentos de lucidez y hasta de cierta conciencia filosófica. Según Teller la teoría de la relatividad —que fue más allá de la noción ingenua del espacio y del tiempo— y la mecánica cuántica —que obligó a conformarse con afirmaciones probabilísticas— han tenido un impacto que va mucho más allá de las disciplinas donde nacieron, pero para “la mayoría de la gente, al igual que para muchos intelectuales, estas ideas novedosas absorbidas en forma incompleta son una fuente de incertidumbre” (pág. 563).
Teller señala que la humanidad teme a las nuevas tecnologías en vez de aceptar ciertos beneficios innegables. Según el autor, automóviles, aviones, viajes al espacio, control de numerosas enfermedades, reducción de la mortalidad infantil, prolongación de la vida humana, comunicación instantánea a través de todo el planeta, ausencia de guerras mundiales durante la mitad de la centuria pasada, son una parte desatendida de las transformaciones ocurridas.
Es cierto que en el comienzo del nuevo milenio la población continúa dividida entre ricos y pobres. Pero para que la pobreza sea resuelta, amén de la amenaza de la superpoblación, es preciso pensar con audacia. Y dado que las formas alternativas de energía —paneles solares, viento—, no han ofrecido aún resultados significativos, el uso pacífico de la energía nuclear, según Teller, permitiría solucionar muchos problemas, sin contaminar ni dañar la naturaleza:
“Ninguna polución es más destructiva que la de la pobreza” y es preciso sustituir la posibilidad de la guerra por la cooperación entre las naciones, como forma de mejorar la vida de los hombres.
Claro que estas advertencias son algo contradictorias con su vida, dedicada a crear misiles y armamentos nucleares. Pero tranquilizará a muchos lectores ese giro sutil al fin del largo camino. A otros, entre los que me cuento, nunca nos convenció la ética de las bombas.
REFERENCIAS
Este artículo reproduce con algunas modificaciones el publicado originalmente en El País Cultural, el viernes 22 de noviembre de 2002.
MEMOIRS. A TWENTIETH-CENTURY JOURNEY IN SCIENCE AND POLITICS, de Edward Teller con Judith L. Shoolery, Perseus Publishing, Cambridge, Massachusetts, 2001, 628 páginas.
ILUSTRACIÓN
“Superman” (detalle). Óleo sobre lienzo, 813 x 711 cm. de George Condo (2005). En 100 Contemporary Artists, Tomo A-K. Curadoría de Hans Werner Holzwarth, 2009. Berlín: Taschen, pág. 109.