Los túneles de San José de Mayo o “il passagio della capella”

Siempre me resultó enigmático lo que se encontraba debajo del piso de la tornería. Había escuchado muchas historias fantásticas y también relatos escépticos, sobre el subsuelo. ¿Qué ocultaba?...

Columnas19/11/2022 JBP. “El Polígrafo Maragato”
Tuneles

En las conversaciones que, desde pequeño, llegaban a mis oídos, no existía unanimidad. Algunos argumentaban en favor de la teoría de que  se ocultaba un pasadizo secreto, otros, en cambio, afirmaban que solamente albergaría en su seno un antiguo y abandonado aljibe o los depósitos séptico de las edificaciones de épocas remotas. Largos debates entre personas mayores que incrementaban mi curiosidad, sin embargo, nunca quedé satisfecho con una explicación, nunca oí una respuesta certera. Todo se movía en el nivel de “la doxa”, meras especulaciones.

Los mitos se fueron alimentando a partir de ese rito de tirar virutas y otras basuras, esperando que se desbordara. Ese fue un pretendido modo de comprobar si se  trataba de un pozo poco profundo, o si ocultaba una antigua ruta subterránea. La duda fue creciendo durante años, pues, cual versión antagónica del cuerno de la abundancia, "el buco"- así lo llamábamos con una expresión traída del lunfardo- se tragaba cuanta cosa echábamos, como si fuera "un agujero negro".

Ese día, nos atrevimos a levantar las maderas que obturaban el misterioso lugar. Eran dos tablas de unos setenta centímetros de largo; cada una tenía unos veinticinco centímetros de ancho y el espesor era de unos cuatro centímetros. 

La parte superior, la que daba para el piso del taller, estaba muy percudida. Poseía un color sucio, casi negro,  como si hubiera sido enchastradas con betún. 

La parte de abajo, de esa especie de puerta de sótano, permitía imaginarse el tipo de madera con que habían sido construida.  Parecían tablas de  pino, seguramente eran antiguas  pinoteas importadas -a juzgar por las vetas - a las que, por aquellos días, en los que fue construida esa tapa, se le daban las funciones más rústicas. No obstante, al presentar muchas manchas de aceite, dificultaban una clasificación indubitable. 

Estaban pegadas al piso, pero, con la barreta que usábamos para mover los chapones, no nos fue demasiado difícil levantarlas, aunque no sin lastimarlas.  Su fragilidad, pese a su dureza, hizo que, un astillón se separara del tablón de la orilla. Pusimos un taco de eucaliptos debajo de la barra de hierro. Estos tenían forma prismática, de base cuadrada. Los utilizábamos, para evitar que se movieran los camiones, cuando le cambiábamos los elásticos rotos y también como punto de giro de las palancas, en las más variadas faenas. 

Al principio parecía que el método no iba a funcionar, fue entonces que escuché una voz que dijo: - “poné el taco más cerca, así hace mejor palanca". Obedecí, lo coloque a unos treinta centímetros de donde comenzaba la paleta de la barra, hicimos fuerza entre todos y la primera tabla se despegó. Ahora parecía más sencillo, solo teníamos que quitar la segunda madera y el misterioso lugar quedaría develado ante nuestros ojos. 

Mientras preparaba las herramientas pensaba, nuevamente, en las tantas veces que tirábamos "basura" por ese agujero que engullía todo. Quilos de viruta, que quien sabe dónde estarán. Un día y otro día arrojabamos tachos de esos rulos de acero, producidos al desbastar ejes, campanas de hierro, y otras piezas mecanizadas. Cada día desaparecía, un volumen importante, como por arte de magia. No podía alejar ese pensamiento de mi mente. ¿Qué ocultaría ese sitio?

Por fin logramos abrir una especie de agujero rectangular, semejante a la escotilla de un submarino o al espacio por dónde se desciende a un velero. 

Alumbramos con una linterna, pero, estaba todo muy oscuro. La luz rebotaba, igual que si se apuntará contra un espejo. Para descender pensamos en bajar una larga escalera. Precisamente,  la que utilizábamos para subir a un altillo, localizado al fondo y a la izquierda del galpón. El referido cobertizo operaba como depósito. Allí era donde se guardaban viejas herramientas y algunos insumos de uso esporádico; como las lamparillas o las bolsas con estopa. 

La escalera era de una altura de seis metros. Tenía claro cuáles eran sus medidas, ya que estaba construida con dos caños de sección rectangular de dos pulgadas por una,  enteros,  sin cortar, que oficiaban de largueros, y varios trozos del mismo caño- alrededor de unos veinte- de unos cincuenta centímetros que hacían las veces de escalones. Todos estaban soldados “a tope” a la cara mayor de cada caño largo. Me recordaban las teclas de un piano, aunque en posición vertical, o una especie de peineta larga con un  nervio en ambos extremos. No se por qué, la llamábamos "la Scala a pioli", o simplemente "escala" o "pioli". Era costumbre entre los trabajadores ponerle nombre a las herramientas, quizás fuera una forma de humanizar los instrumentos. ¿por qué ese apelativo?  desconocía el origen.

Seguramente pensamos que el largo de la escalera sería suficiente para bajar al misterioso sótano. La introdujimos en el agujero recién abierto y comenzamos el camino hacia lo desconocido, como indagando en el pasado o en el inconciente colectivo de nuestra sociedad, con muchas ilusiones, lentamente, siempre manteniendo el necesario cuidado.

No sabíamos si la escala sería adecuada para nuestro propósito, ya que si queríamos lograr nuestra finalidad, debería poder apoyarse en el marco de la improvisada ventana. Por otra parte, si continuaba el descenso más allá de los seis metros, sería un trabajo estéril. La duda se iba acentuando, porque la escalera se iba perdiendo en la fosa. Se veían cada vez menos esalones, desde arriba, y no llegaba a apoyarse en un lugar firme. 

Cuando creíamos que nuestro esfuerzo sería inútil, y estábamos a punto de medir la profundidad con una cuerda, se detuvo, de pronto. 

La escalera había llegado, por fin, al piso. No sobraron más de treinta centímetros,  rebasando apenas el suelo.

¿Quien se anima a bajar primero? preguntó alguien. No sé si fue un acto de valentía o de ansiedad, pero me ofrecí como voluntario.

Cuando trepé a la escalera, para poder acceder a ese lugar ignoto, tuve la impresión de que comenzaba a hundirse, crujiendo, quizás debido a que la viruta acumulada en el piso, cedía ante mi peso. 

Se percibía un olor extraño. Volví a ascender hasta al nivel del suelo. Teníamos que impedir que la "pioli" se entrerrara y no la pudiéramos apoyar en el marco. 

Pensamos en bajar unas tablas para apoyar las patas, sabíamos que al aumentar la superficie de contacto, iba a disminuir la presión, de ese modo,  la escalera se mantendría en la posición deseada. 

Pero, la cuestión era que para bajar necesitábamos usar la propia  escalera. 

Deberíamos buscar otra solución. 

No se quién propuso bajar con una cuerda, el problema era que si no funcionaba la idea de la tabla, iba a ser difícil volver a subir. Recordé, entonces, una vieja  historia familiar.

A una prima de mi padre, siendo una niña, se le cayó una peinilla a un aljibe vacío, mi papá, también niño, bajo con una cuerda.y rescató la peinilla. Pero después no podía subir. Su prima, por más que hacía fuerza, no podía levantarlo. Según quedó grabado en mi memoria, al final, consiguieron ayuda y pudo salir; pero sufrieron bastante, contaba que le pareció un siglo el encierro, quizás porque el tiempo en la niñez lo vivimos como una  eternidad. 

Ya estábamos por abandonar la aventura, pero, se nos  ocurrió una idea mejor: atar la escalera para que se sostuviera. Fuimos a buscar una cadena que utilizábamos para enderezar los chasis de los camiones. Era un rosario que medía más de tres metros, cada eslabón tenía un espesor de un cuarto de pulgada, cinco centímetros de largo y tres centímetros de ancho. Atamos un extremo a la pata del viejo torno inglés de bancada plana, el que usabamos para terminar los discos de rueda, a los que cambiábamos las platinas. Para ello le hicimos dos nudos y el segundo lo aseguramos con un tornillo de media pulgada por tres con dos tuerca, de ese modo no se podía escapar. El otro extremo lo fijamos, con la misma técnica, en el escalón de arriba de la escalera, lo más tirante que pudimos. La escalera, entonces, quedaba colgada y no existía riesgo de hundirse. 

Uno por uno fuimos sumergiéndomos en el foso. Por fin llegamos al fondo. El sitio parecía un inmenso aljibe, tendría unos tres metros de diámetro. Todo alrededor estaba forrado de unos ladrillones, el techo era una bóveda, también de ladrillos.

La circunferencia se discontinuaba hacia el oeste, con una puerta muy antigua, el piso estaba todo cubierto de viruta, también había algunas tuercas y tornillos, muchos de los cuales nosotros mismos habíamos tirado.

Un nuevo desafío se nos presentaba, ¿como abrir esa puerta?

El pórtico no era muy alto, la parte superior en medio punto, no muy ancho, medía apenas un poco más de un metro. 

Estaba construida con 4 tablas de aproximadamente un pie cada una, en el medio un parante que definía ocho tableros;  la parte de atrás debía tener cuatro travesaños de madera, a juzgar por las cuatro planchuelas con sendas hileras de botones, que que daban a la vista por delante. 

Cada una de las líneas estaba adornada con  las cabezas de ocho tornillos para madera.  

La puerta estaba anclada en la pared con unas bisagras de un ennegrecido metal, los herrajes le daban un aire de fortaleza. La tranca era una barra de hierro redondo de tres cuartos de pulgada, en forma de ele, con una rajadura en la parte más corta, que se dejaba penetrar, cuando cerraba, por una planchuela plana de unos cinco centimetros de largo e igual medida de ancho,.  El pasador traspasaba tres bujes, dos en la puerta y el tercero en el marco. Después de atravesarlos, se dejaba apoyar contra la puerta y se aseguraba  con la planchuela; ésta tenía un agujero de media pulgada, donde se encontraba un candado muy antiguo. Aunque nos dió trabajo,  lo pudimos destrabar con una ganzúa. 

Abrimos la pesada puerta y encontramos un largo corredor, de alrededor de unos veinte metros, que daba la impresión de continuar haciendo una cerrada curva hacia la izquierda. El piso era de piedra, no de adoquines, sino, piedras irregulares, colocadas con mucha experticia. Las paredes de ladrillo, formando una bóveda. No tenían revoque, pero estaban colocados muy prolijamente. El ancho del pasadizo no alcanzaba los tres metros. Caminamos unos pasos y encontramos una herradura en el piso. Por otra parte, las piedras del suelo presentaban unas marcas paralelas, cada una a setenta centímetros del centro. ¿Sería posible que alguna vez haya circulado un carro, tirado por caballos en ese túnel?

En ese laberinto debajo de la tierra, parecía que el tiempo se hubiera detenido. resultaba insólito que estuvieramos en un lugar de la ciudad en el que se hubiera preservado el pasado. Las puertas, los herrajes, las rejas, el empedrado del suelo, las bóvedas de ladrillos, las vigas de madera, eran testigos fieles de una cultura que desapareció en la superficie.

¿Cuántos de los misterios maragatos podríamos encontrar en ese sitio? Quizás la oscuridad de este escondite albergara detalles del pasado que han sido borrados en nuestra ciudad.

Sobre una pared se leía, aunque con cierta dificultad, un mensaje: “ en este camino hallarás la libertad”, junto a un dibujo extraño que no pude descifrar. Más adelante una frase: “sapere aude” , un  dibujo casi borrado por completo que parecía tener una G en el centro. Unas iniciales: “MCOyV” (MDCCXCll – MDCCCLVll). Algo más adelante una vieja tabla, clavada a la pared con ocho bulones; se podía distinguir en ella una flecha horizontal en bajo relieve, apuntando hacia adentro del tunel y la leyenda: “il passagio della capella”.

Continuamos nuestra exploración. Luego de la curva el túnel iba descendiendo levemente. Cada treinta o cuarenta metros se veían ocho tapas en el techo, como si fueran diferentes accesos a estas catacumbas. Al continuar encontramos una bifurcación, ¿cuál de los dos caminos deberíamos seguir?

Me recordó el poema de Parménides,deseaba pensar que no fue una parca funesta quien me envío a recorrer este camino alejado de las huellas de los hombres. ¿Cuál sería el camino de la justicia? y ¿cuál el de las opiniones de los mortales que no abrigan convicción verdadera?

Tomamos el de la izquierda. En el piso se veían claramente  dos huellas, y entre medio, varias marcas circulares, incompletas, como si hubieran sido hechas por la pisada de un caballo herrado. Daba toda la impresión que, por lo menos, un carro tirado por un caballo recorrió esos pasadizos en tiempos pasados. Pero ¿Cómo pudo descender por un pozo tan estrecho? Seguramente esas huellas eran anteriores a la construcción del local. Hasta donde yo conocía el edificio fue levantado para que funcionara una fábrica de tejidos. Antes, quizás, era un descampado. Pudimos deducir que el túnel llebaba a la Capilla del Huerto y con certeza estaba conectado con toda una red subterránea que databa de la creación de San José. Tuvimos miedo, rapidamente salimos y dejamos todo como estaba. Nos prometimos no contar nada a nadie... 

Ha pasado más de medio siglo desde entonces, alguna información se ha filtrado.Yo siempre negué que hubiese estado en ese túnel, pero ahora,  antes de dejar este mundo, quiero compartir con ustedes esta historia. Quizás algún día alguien se atreva a investigar que es lo que hay debajo de los pisos de San José.

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