Dari
Mientras pensaba estas líneas se me cruzaban imágenes y palabras a borbotones; eso generalmente me sucede cuando me planteo escribir sobre alguien que quise y quiero en extremo y esto sólo me ocurre cuando versa sobre seres excepcionales, sobre ejemplos de la especie humana que vinieron a este mundo a vivirlo en sentido completo y auténtico.
Es que escribir sobre Dari Mendiondo, “el brasilero” o sencillamente “El Dari”, es hacerlo en memoria de alguien que encumbra el pico más alto el vocablo compañero, en lo que me atañe además, un amigo entrañable y por tanto las palabras a elegir nunca me son suficientes, las oraciones nunca me parecen alcanzar la aptitud necesaria y los párrafos no conforman lo que quiere decir el alma.
La primera vez que tuve contacto con él fue hace 35 años, en los tiempos de la apertura democrática, cuando todos los días había que empujar con la punta del zapato un poco más las puertas de las libertades que aún estaban entreabiertas y las sombras acechaban.
Fue por aquel entonces, en que todos los días iba conociendo a legendarios dirigentes comunistas, y eso no dependía de sus edades sino de sus hazañas.
En el caso de Dari, mi primer contacto con su existencia fue a través de su voz, de su palabra apasionada, de su discurso de sostenido barítono estilo que mantuvo hasta el final.
Les admito que mientras cruzaba la plaza Matriz con mis estrenados 18 años la frecuencia de su palabra me sobresaltó, y a tal punto fue mi agitación que me preocupé por si en aquel local del partido comunista, lindero a la Catedral metropolitana, podía estar sucediendo algo grave, ya que lo grave parecía no dejar nunca de ser moneda cotidiana. Sin embargo, después de apresurar el paso, advertí que se trataba del entusiasmo y ardor que surgía de las entrañas de un hombre menudo, de vestir sencillo, cincuentón o por ahí, que finalizado el discurso exhibía una sonrisa amplia bordeada por unos bigotes que para mí eran bien de tango. Ese era el Dari.
El mismo que había renunciado a la función pública de ferroviario mucho antes del Golpe, de la clandestinidad y la cárcel, para dedicarse de lleno a la labor revolucionaria y eso implicaba -y no en sentido figurado- veinticuatro horas diarias y todos los días del año.
El Dari, el que se reinventaba y siempre actuaba con esperanza, se trataba de un ser casi único, y creo no equivocarme si digo que fue la persona más optimista que hasta ahora he conocido y lo era a pesar de los dolores que sobrellevaba. Recuerdo un día que me dijo: “Ismael, después de haber perdido a un hijo, de comerme una década en la cana y que se me haya caído la Unión Soviética y el socialismo. ¿que más?”
Años después, cuando habían pasado muchas tempestades, me lo reencuentro en un congreso del Nuevo Espacio, también desde una tribuna convocando a la causa de la reunificación de la izquierda y el progresismo para salvar a la patria de los estragos del mercantilismo liberal. También allí sus palabras me volvieron a dar ánimo, a tal punto que me sublevaron, como lo harían en este instante, cuando con potencia nos convocaba “a abrazar la bandera que lleva la rosa roja de la revolución”.
Dari Mendiondo es para mí uno de los pocos hombres buenos que conocí y ser un hombre bueno en este mundo salvaje y prosaico es ser revolucionario.
Dari, querido amigo, ya ha pasado un año y mucho te extraño. Hoy en estos tiempos lóbregos, donde estamos en la retranca, resistiendo a los ponchazos, haces falta. Hace falta tu humanidad, tu inteligencia política, tu visión estratégica, tu palabra, tu accionar incansable y sobre todo tu ternura para cambiar las circunstancias.