Uruguay: en nuestra riqueza, está nuestra miseria

Resulta como una ley de la relación colonial que el ente colonizado pasará sus mayores penurias en los “renglones” de la economía donde es más fuerte. No resulta extraño, pues es justo en esos renglones en que se concentra la exacción colonial gracias a una sencilla economía del esfuerzo que todo agente colonial, más o menos imperial, atiende para sí.

Columnas08/04/2024 Luis E. Sabini Fernández
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Por eso, un país colonizado, rico en alimentos pasará hambre; uno rico en yacimientos energéticos, tendrá su “talón de Aquiles” económico en la provisión energética. Esa regla general tiene, empero, excepciones. El Uruguay, otrora con una producción exportable básicamente ganadera –lana, cueros, carne− esquivó involuntariamente esas “generales de la ley”, porque el sector productor ligaba muy estrechamente su propio mantenimiento, “la comida”, con la producción propiamente dicha.

Con el ciclo de la carne, típico de los siglos XIX y XX, hemos ”zafado” entonces, hasta cierto punto, a esa “ley”, de carecer lo que se tiene en abundancia.

Pero el s XXI se nos presenta de otro modo.

A un lado una tendencia alimentaria general a acentuar lo vegetal y aligerar lo cárnico. O la presencia de algunos autoasumidos ecologistas que hacen lobby mundial, angustiados por la producción vacuna de metano, en tanto ignoran la generación de metano en la producción de arroz, que grosso modo tiene el mismo volumen mundial, o el metano que se procesa en todos los esteros y pantanos del mundo, que excede notoriamente el aporte vacuno.

A un lado también que en los últimos tiempos Uruguay ha procurado diversificar producciones. Porque al lado del esfuerzo endógeno por aprender a cultivar nuevos frutales, renovar la vitivinicultura, desarrollar una actividad alimentaria de cada vez mejor calidad, no parece que estemos aprendiendo a lidiar con un pasivo ambiental, en gran medida desconocido. Uno de sus motivos, sin duda, pasa por la pretensión de mejorarnos mediante agrotóxicos. Pero a un lado esto último, porque no es en los alimentos que se genera una actividad protagónica a la que hoy queremos referirnos. Tenemos que dirigirnos a otro rubro que −como los 12 millones de vacunos y 25 de lanares para un país con 2 millones de habitantes en la primera mitad del s XX−, constituye hoy una riqueza primordial en nuestro país.

Más espontánea aun que la de la ganadería. Que tuvo su Hernando Arias de Saavedra.

Se trata del agua. Tenemos una red fluvial formidable. Que ha logrado convertir nuestro territorio más bien pequeño en uno de los de mejor calidad aprovechable para producción agrícola, granjera y ganadera.

Encima, buena parte del territorio está asentado sobre el acuífero Guaraní, uno de los mayores del continente. Lo que le otorga al “paisito” un don excepcional.

Pero todo lo referido a la calidad de las aguas del territorio se va haciendo pretérito, porque el agua hoy está en un proceso de degradación ambiental amplísimo y generalizado.

Ya tuvimos  prueba irrefutable con la crisis de suministro y calidad de agua potable para 2/3 de la población de nuestro país hace menos de un año.

Este nuevo uso de las aguas nuestras, que exige aun menos mano de obra que la ganadería, está siendo articulado por grandes consorcios transnacionales que disponen de nuestras aguas. Casi que como haciéndonos un favor, como dinamizando nuestra economía, poniendo en valor nuestro bienes “naturales”; incorporándonos a tecnologías presuntamente cada vez más avanzadas. Pero que, como muy bien explica Eduardo Gudynas, está generando una “lenta y desatendida agonía de las aguas”… nuestras.

El agua  que usábamos para consumo humano –somos dos tercios agua− y para animales y plantas; ingrediente vital para quintas de frutas y verduras, y particularmente para el cultivo de arroz en el este de nuestro país es también fuente de energía. Desde antaño. Con los tradicionales molinos hasta la más imponente energía hidroeléctrica, industria que ya tiene en nuestro país casi un siglo. En los últimos años el agua ha ampliado su aplicabilidad, primero con la agroindustria y últimamente a un ritmo de progresión geométrica en celuloseras, plantas de hidrógeno verde, refrigeración de centros de datos electrónicos.

Lo distintivo de estas últimas aplicaciones es su carácter radicalmente heterónomo: no se trata de proyectos locales màs o menos innovadores sino de proyectos ajenos que “aterrizan” en nuestro país, mejor dicho en sus aguas y persuaden al elenco político local que “es lo mejor para el paìs”.

Ya tenemos sobradas pruebas que el bien de todo emprendimiento colonial daña al colonizado. Que no existe el win-win. El éxito histórico de la industria textil británica se basó en la miseria de la poblaciòn india esquilmada. Frances Moore-Lappé y Joseph Collins han mostrado cómo los británicos extraían de la India las cosechas de los mejores años, impidiendo a los locales sus proverbiales acopios para las épocas de “vacas flacas”. Estos pingües negocios británicos se pagaban con hambrunas y muertos… entre los indios. Con el tiempo, la crudeza del despojo parece haberse asordinado. Pero perdura la asimetría entre centro y periferia, entre acomodados y marginados.

Por ejemplo, Noruega se convirtió en gran productor de salmones, un pez muy apetecido y cuyo consumo se ha ido generalizando en varios continentes.

El salmón tiene naturalmente una forma de reproducirse que no lleva espontáneamente a la sobrepoblación de salmones. Los salmones adultos deben nadar contracorriente para desovar las hembras y fertilizar las huevas los machos, en los lugares donde ellos mismos nacieron. Exhaustos, es lo último que suelen hacer. Los noruegos incrementaron el éxodo contracorriente fabricando “escaleras” al costado en cada río, con saltos menores, para que los salmones avancen con menos esfuerzo. Pero la demanda de salmón se fue generalizando, y cuando los mismos noruegos implantan criaderos en Chile, abandonan las escaleras y se lanzan a una cría industrial de salmones, en estanques gigantescos. Los salmones no tenían ahora el stress de la contracorriente. Pero empezaron a morir como moscas por diversas plagas que medraban en los “rebaños” de salmones alojados en “mares de concentración” (ya que no cabe lo de “campos de concentración”). Finalmente, la crianza salmonera desbarrancó en Chile, ocasionando grandes daños ambientales y sanitarios. Una vez más, la asimetría entre producción originaria y su aprovechamiento colonial mostró el rostro del abuso y la codicia golpeando a “la colonia”.

La agricultura moderna, gracias a la convergencia de ingeniería, veterinaria y espíritu de lucro se hizo agroindustria en la mayor parte de países y líneas de producción. Una agricultura así industrializada cuenta como aliados con agentes químicos, cuyos patrocinadores califican de fitomejoradores y quienes defendemos la importancia de la salud (humana, animal y ambiental) no podemos sino calificar como agrotóxicos. El gran empuje de los agrotóxicos se cumple con la  arteramente bautizada “Revolución Verde”, en tiempos en que la preocupación ecologista aumentaba. Década de los ’60.

Y con la agroindustria campeando en nuestro país, reincidimos en la problemática colonial: por ejemplo, los niños estadounidenses, pese a ser EE.UU. cuna de la Revolución Verde y ”vanguardia” en la expansiòn de agrotóxicos, sufren la décima parte del bombardeo tóxico que recibe la infancia en Uruguay. Eso se desprende de una investigación llevada adelante, midiendo la presencia de metabolitos de pesticidas en escuelas montevideanas y en escuelas de Buffalo, en el estado de Nueva York, EE.UU. Desde ya hace mucho tiempo se sabe que la intoxicación con agrotóxicos afecta la salud y particularmente las capacidades humanas. Por no tratarse de intoxicaciones agudas, tanto las autoridades locales como los propios perjudicados tienden a quitarle importancia, o sencilla y brutalmente no se percibe la vinculación (que los laboratorios, prestamente, siempre niegan). Pero los efectos, digamos solapados, pueden ser devastadores. Se trata de pérdida de capacidades, habilidades, pero también de anormalidades anatómicas, a veces poco perceptibles. Estos efectos son mucho más graves en los países coloniales “más o menos ex”, como Uruguay, que en países “centrales” con mucho mayores y mejores recaudos contra el envenenamiento.

Todos sabemos que no somos dioses, que tenemos nuestros “ángulos ciegos”, tontos. El daño de estos químicos empleados para combatir plagas, se ve más claramente en animales como abejas o cangrejos. Hay ya muchas investigaciones que muestran cómo afectan las habilidades intelectuales de humanos. Y en las intoxicaciones más severas se altera hasta nuestra anatomía.

La idea de producir más con menos trabajo en el caso de las actividades rurales, con las maquinarias agrícolas de altísima productividad, tiene ese alto precio en salud. Que no se ve directamente. Puesto que la humanidad, avanzando tanto en conocimientos como en técnicas suele forjar mejoras o encontrar solución a problemas nuevos. Pero la tecnología soluciona problemas y crea nuevos problemas. No se trata de suma cero, ni de conformarse con grandes producciones al precio de la salud de no se sabe cuántos. Esas aritméticas, crueles, no son seguras.

Porque la contaminación es una herida abierta en nuestra sociedad de la cual desconocemos su hondura.

Tomemos por ejemplo, la plastificación de los mares. Ya sería insensato ensayar lo que se pretendió hace pocos años; botar al mar barcos o barcazas tragadoras de materiales plásticos para limpiar oceános. Los plásticos que han sido arrojados a los océanos o que se les ha “escapado” a las sociedades y acabado en las aguas, aunque no se biodegradan, se han ido partiendo, particulando, moliendo, hasta hacerse invisibles. Hoy es mucho más relevante –en términos de salud, de humanos y animales− la presencia de tales microplásticos en el mar oceáno que las toneladas de plásticos que también flotan y a menudo terminan matando tortugas, celenterados, pelícanos y multitud de peces. Porque son los microplásticos los que se ingieren y pueden alojarse en diversos órganos de la fauna marina, y transitivamente en nosotros, y que pueden tumorarse o alterar otras funciones glandulares.

Micaela Trimble, profesora adjunta de la Facultad de Ciencias de la UDELAR e integrante del Instituto SARAS (Southamerican Institute for Resilience and Sustainability Studies, con sede en Maldonado, pero en Uruguay) advierte que “las crisis del agua son crisis de gobernanza”, y así podemos afirmar que el desvío de aguas hacia fines que como sociedad no gobernamos –caso UPM o HIF− son claros ejemplos de falta o ausencia (deliberada) de “gobernanza”, es decir de control político.

Escuchamos al presidente de ANCAP, Alejandro Stipanicic, refiriéndose a nuestras aguas, para emplear en la captura de “CO2 biogénico” (base del “hidrógeno verde”), negándose a poner en el ámbito público los términos del acuerdo entre HIF Global y el “gobierno” uruguayo, porque la empresa tiene sus secretos técnicos, de procesamiento. Pero lo que se le exige al jerarca no es la publicidad de fórmulas o pasos de procesamiento sino los costos,  las financiaciones y las condiciones de rentabilidad.

¿Qué es lo que gobierna un gobierno si no pretende poner ni una sola condición en el supuesto contrato? Stipanicic llega a preguntar por qué cobrar el agua del río Uruguay si esas aguas vienen de  Brasil y luego, tal vez advirtiendo la inconsistencia del argumento, proclama que el uso del agua es libre…

¡El mundo de los negocios en plan de dadivosidades!

No hay más remedio que apelar al viejo adagio:  ‘Dios nos salve de los salvadores porque  aquí los salvados son los únicos sacrificados y los salvadores los únicos que se salvan.’

Y aclaramos a todos los lo que no quieren escuchar: “Vienen por el agua. Vienen por todo”.

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