Fútbol y automovilismo en la cultura uruguaya ¿Peligros del autismo?

Un deslinde inicial y radical: soy un perro jugando al fútbol. Siempre lo fui, incluso cuando hicimos nuestros intentos infantiles con el Goleada Fóbal Clú o el Deportivo Bulevar. No voy a hablar entonces ni desde la sapiencia ni desde la técnica futbolísitica. Apenas como un veterano que mira los partidos, eso sí, desde hace décadas...

Columnas29/11/2022 Luis E. Sabini Fernández
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Esta mañana, esperando el ómnibus en Montevideo, escuchaba a dos comentadores en la calle, nada  empilchados, acerca del partido que se acababa de empatar con Corea del Sur: −que quién fue el mejor? –Valverde… surgió otro nombre en contrapunto que no pude oír, y luego un descarte redondo y a dúo, Suárez… no, Suárez ni pensarlo…

Este pensamiento llano, me parece, pese a su crudeza, muy representativo de la situación del fútbol en Uruguay, de la sociedad uruguaya en este aspecto.

La búsqueda del mejor, del increíble, del formidable… cuando yo era un niño, escuchaba del omnipresente Atilio García (que era argentino) o de Obdulio −el troesma, el Mago [otro mago]−,  o  de Juan Schiaffino… o Roque Gastón Máspoli… Diego Rocha en los ’60, Ladislao Mazurkievicz en los ‘70,  otro Diego −Forlán−  hacia el cambio de siglo, el batallador Luis Suárez… todavía batallando.

La conversación al paso que rememoré muestra claramente que esa búsqueda sigue. Del mejor. Quien nos pueda salvar. 

Claro que tales figuras, míticas como Maradona o más terrenales como Messi, que tenemos aquí enfrente, son bienvenidas. 

Pero no es la única forma de hacer un equipo espléndido, maravilloso, casi invencible. Y lo peor, no es la mejor forma.

Cuando irrumpieron en 1954, en el Quinto Campeonato Mundial equipos formidables como el húngaro o el alemán, que terminó llevándose el triunfo, ¿qué traían consigo?

Los pases. La precisión en los pases.

El trabajo colectivo, dónde finalmente perdía importancia quien llegaba a meter la redonda en la red. Porque el gol era el fruto de dos o tres pases maestros, inmortales. Por supuesto que importaba, importa el remate, pero no es lo único, ni mucho menos.

Para la cultura futbolera dominante en nuestro país, los escribas deportivos o los radiales, ponen el acento en el último que tocó la pelota y la puso en el arco. Pero una cultura un poco menos cortoplacista y más sabia, sabría poner el acento en el trabajo previo, de equipo.

En Uruguay perdura el culto a quien “nos va a salvar”. Por eso, el plantel contó ayer, una vez más con figuras del ayer –Suárez, Godin, casi casi Cavani o Cáceres…

Uno los conoce, los ha visto en aciertos (también en fallas como todo humano) y uno, el hincha común, tiende a identificarse con ellos. 

Pero el fútbol no se gana con inercia. El fútbol se gana con empuje y técnica. El empuje se ve en la cancha; en cada afán, en cada ataque, en cada esquive; la técnica se ve (por lo menos su ausencia es más patente) en los pases. En la precisión de los pases. Los surcoreanos no erraban una en los pases; afortunadamente, erraban en los remates de la jugada, justamente ante el arco uruguayo.

¿Qué le pasaba al seleccionado yorugua? Para salir del marasmo de pasarla Godin a Cáceres, Cáceres  a Valverde, Valverde a Nuñez, Nuñez otra vez a Godin, Godin, a Pellistri, Pellistri a Araújo y vuelta a hacer la ronda, para romper ese peloteo de impotencia alguien decidía un pase cruzado arriba... y entonces, se perdía. Se perdía la pelota. El pase no había sido certero, ni aproximadamente certero.

El juego uruguayo se hizo aburrido. Porque era impotente. Y ha sido impotente porque no se sabe hacer pases. Jugadores, en varios sentidos extraordinarios, como el valiosísimo Valverde, sabiendo usar las dos piernas (y poniendo una de las pocas situaciones de peligro en la valla surcoreana), y varios más,  sin tener precisión en los pases, naufraga. 

El fútbol uruguayo sufre una significativa simetría, similitud con el tránsito uruguayo y sus automovilistas. En las últimas décadas se han hecho grandes progresos en la conciencia del automovilista, en esa actividad tan elemental ahora en el humano urbanizado y a la vez globalizado que significa desplazarse en auto, dirigiendo el vehículo. Aprender las señalizaciones; todo un lenguaje a medias gráfico y de imagen, a medias escrito; conocer y seguir las manos, los desvíos, las prioridades en el cambio de senda o de dirección… Hay todo un abismo entre el conductor dominguero de la primera mitad del siglo XX y el conductor actual moviéndose entre semáforos, cebras, giros izquierda, sendas diferenciadas…

El conductor se adapta a semejante “concierto” o pierde y queda afuera. Sin embargo, la toma de conciencia del tránsito automotor es en Uruguay curiosamente individual, particular, como que el automovilista uruguayo no hubiese captado el carácter necesariamente multicoral del tránsito automotor y en el cual, lo que importa es el ensamble, la orquestación y no el orgullo o la conciencia o la valía personal: observe el paciente lector cómo usan las luces de giro los automovilistas en Montevideo (y ni qué hablar en otras ciudades más chicas): cuando llegan a la curva, ponen la luz de giro. Que entonces ya no le sirve a casi nadie; salvo al propio conductor que queda tranquilo con su conciencia. Pero la luz de giro sirve para anunciarle a los demás lo que vas a hacer; sirve entonces para incidir en el comportamiento de otros si se anuncia 80 o 40 metros antes. Entonces están los demás advertidos a tiempo, para modificar sus comportamientos respectivos.

Cuando el conductor avisa mientras está iniciando el giro, sólo satisface su propio conocimiento; podríamos decir que encara un comportamiento autista en su sentido psicológico, psiquiátrico; no ensambló con los demás: como no había avisado antes que iba a doblar, ciclistas, peatones u otros automovilistas pensaban que seguía derecho y quedaron esperando su paso… al santo botón. Y esto es lo más insignificante que pasa cuando se produce una omisión…

¿En qué se ligan estos dos fenómenos; la pobreza de pases y el estilo del automovilista de anunciarse a sí mismo que dobla? En primerísimo lugar, en la falta de diálogo, de ensamble.

Y en segundo lugar, en algo psicológicamente penoso: el analfabeto puede tener gran interés en aprender a leer –he conocido a cincuentones que han decidido dar ese (trabajoso) paso y lo hacen con ahínco, con determinación y aprenden; el que es letrado, puede seguir siendo un ignorante radical , pero impedido de percibirlo porque el hecho de leer no lo pone en la situación incómoda del analfabeto; por el contrario, sabe leer un aviso, atender  con acierto un celular, captar los carteles de propaganda en un supermercado o en un cine, “dialogar con el mundo” sin captar siquiera que se trata de un falso diálogo donde “lo otro” pone todas las condiciones Que sabe leer una noticia, que es la que le pusieron delante. Que sabe votar, lo que le pusieron delante. Que aprendió a mirar el dedo, no la luna. Que cuando le dicen que el pollo es lo mejor y lo más sano que hay, coincide. Y cuando le dicen que UPM traerá  actividades nuevas al campo uruguayo, coincide. Y cuando le dicen que “las vacunas” nos han salvado la vida, coincide.

Saber un poquito apenas y creerse sabio puede resultar más idiota que no saber nada y ser consciente de semejante carencia. 

Es que, como nos enseña una ley de Murphy, “los problemas  complejos tienen soluciones erróneas que son sencillas y fáciles de comprender”.

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