El día en que la Argentina se quedó sin flores

Columnas 02 de agosto de 2020 Por Belén Frediani
¿Es posible separar de un relato social y colectivo una experiencia individual? y si esa experiencia atraviesa la piel, ¿cómo contarla?. El peronismo es un proceso político fundamental en la historia argentina y el velorio de Eva Perón, un espacio de disputa entre ficción y realidad.
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El día en que la Argentina se quedó sin flores Por Belén Frediani

No quedaba una sola rosa, un solo clavel ni un solo tulipán en todo Buenos Aires. Marina lo recordó a tiempo, así que cortó tres hortencias de su jardín y las envolvió en un papel celofán rojo. Le hubiera gustado poder llevarle unos jazmines, los más abiertos y perfumados, pero la intensa lluvia había estropeado los pocos pimpollos que quedaban en la planta. No importa, pensó, al menos no llegaría con las manos vacías.  Antes de salir, se puso sobre los hombros el sobretodo, no quería que se le estropeara su trajecito azul marino, el primero de los tantos que se confeccionó ella misma con su primera Singer.

Caminó apurada por la avenida 12 de Octubre. El 2 de agosto de 1952, la adrenalina de viajar a la Capital se mezcló con la emoción de hacerlo por un motivo especial: despedir a Eva Perón. Quedaron en encontrarse a las siete de la tarde en la estación de Quilmes, y allí estaban, con puntualidad de relojero, Beatriz Aguirre, su mamá y sus dos hermanas, en la parada del blanquito L Azúl.

Las chicas se habían conocido el 25 de junio de 1951. Ese día Marina cumplía dieciocho años y ya no necesitaba la autorización de sus padres para poder trabajar, así que, bajo el amparo de la ley y con el ímpetu natural de una joven de su edad,  fue en busca de lo que le pertenecía: un puesto al otro lado de los mostradores de la Singer Sewing Machine Company. En ese entonces, el auge de las fábricas, fruto de la aplicación de un sistema económico de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), abría el abanico de posibilidades laborales para miles de mujeres y les ofrecía capacitaciones de distinta índole. Cuando ella empezó a trabajar en la tienda de la calle Alvear, ya eran más de 40.000 las mujeres que asistían a cursos de bordado en los Centros de la Singer. 

Al verse, Marina se abrazó con Beatriz y en el movimiento torpe de la alegría, se despeinó los rulos rubios que pacientemente había sujetado con una horquilla. Sonrieron. 

El colectivo avanzaba apesadumbrado, como si cargara sobre su lomo toneladas de carbón. En cada parada, el colectivero se detenía pacientemente y esperaba a que subieran madres, padres, abuelos y niños. Las calles se sucedían lentamente y a medida que se alejaban del barrio, el sentimiento de alegría y ansiedad comenzaba a convertirse en desasosiego y pronto en tristeza. El rostro de los pasajeros se aunaba en ese sentimiento. Marina la notó. No es verdad que la pena duele menos cuando es compartida, pero sí que se aliviana. Pensó qué habría hecho Evita por ellos para que la quisieran tanto.

Se bajaron del colectivo y pensaron en tomar algún otro para llegar al Ministerio de Trabajo y Previsión de la Nación, pero era en vano, la gran masa caminaba con el mismo destino, así que se dispusieron a sumarse al peregrinaje. Había gente por doquier, familias enteras que caminaban en silencio entre paraguas desvencijados y pilotos improvisados. La llovizna espesa se mezclaba con las lágrimas de las personas que, arrinconadas contra las marquesinas y las persianas de los comercios, esperaban su turno para despedirse. Bastaba contemplar las treinta cuadras de cola para reconocerlo, pero no serían suficientes sesenta y siete años de historia para comprenderlo en toda su magnitud.

Del grupo, Marina era la única peronista. Beatriz, y sobre todo su mamá, se encontraban en las antípodas del pensamiento popular pero no hubiesen desperdiciado esta oportunidad -por curiosidad morbosa más que por conciencia social- de presenciar semejante acontecimiento histórico. Como pudieron, llegaron a la puerta principal donde las esperaba el  Comisario Ramírez, un vecino de las Aguirre que estaba de guardia esa noche. 

En el interior no quedaba casi nadie. Marina caminaba despacio, sintiendo sus tacones rechinar sobre el suelo frío, y pensó que así debía ser el sonido de la muerte. sordo, hueco, vacío. Al llegar al hall, vieron a un hombre de sobretodo gris que besaba el féretro y se alejaba por una puerta lateral. Era el General Perón. El ataúd era imponente: estaba hecho de cedro natural con incrustaciones de plata vieja y un Cristo de gran tamaño del mismo material. Al quitarse la tapa orlada por una guirnalda de laureles cuya cabecera lucía un escudo peronista, aparecía una cubierta de cristal que permitía contemplar el rostro de Eva. Su belleza estaba intacta aunque por el paso de los días, la carne había comenzado a distanciarse de las uñas. Marina sintió una gran emoción a pesar de las circunstancias, estaba frente a Evita,  Su Evita, así que dejó que Beatriz y sus hermanas se adelantaran  para poder despedirse sin apuro.

Al llegar el turno de la mamá de Beatriz, la señora se acercó con curiosidad. Observaba el cajón, lo acariciaba con el dedo índice para ver la calidad de la madera y el tono del barniz, la miraba a ella tratando de retener hasta el más mínimo detalle para poder contarle a sus amigas que al final esa mujer no era gran cosa,  la miraba como el boxeador que respira aliviado mientras el árbitro cuenta al costado de su oponente. Ya ves, tan grande se había creído y nunca fue más que una bailarina de burdel, una puta, y además, la muerte nos llega a todos, tal vez ahora podamos volver a ser lo que éramos. El peronismo es el cá….  la mujer  se detuvo de golpe. Pálida, volvió sobre sus pasos y besó el cristal a la altura de la cabeza.

Marina quedó contrariada, pero al llegar su turno, besó el cajón y le agradeció sentidamente por todos esos años.

Ya en la calle, las hijas, entre burlas y sonrisas irónicas, hostigaron a su madre a preguntas. La mujer, ensimismada, se limitó a responder: “Quisiera saber qué harían ustedes si Evita les dijera: Ingrata, ¿te vas a ir sin siquiera darme un beso?”

Belén Frediani

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